Si la Gran Manzana se está pudriendo, el gusano de su cultura engorda
Me parece afanoso pensar que esta crisis trata de la muerte del capitalismo salvaje, como lo han querido expresar sectores de la opinión. En cambio me he encontrado con que la cultura nuevayorquina se exalta aún más en momentos de crisis. La bella locura que viven los ciudadanos de la gran manzana en sus mentes se incrementa como una onda orgásmica al acentuarse y hacerse por fin evidente en las calles aquella crisis de los periódicos y noticieros. Y valga decir que bastante evidente se hacía para finales del 2008.
Los sonidos del saxofón tocados en el cruce de la 50th street con el rio de cemento de Broadway se encrudecían y apasionadamente mostraban el desgarro colectivo evidente en el aire y los perfumes monótonos de las alcantarillas y las mademoiselles que salían de sus oficinas noche tras noche, dirigiéndose hacia la quinta avenida a seguir con su frenesí de compras navideñas, que en nada se mostró menor a los años pasados. Lo que pasa es que en Nueva York nadie mira hacia el saxofonista de la esquina, aunque en el fondo todos lo oigan, porque nadie mira hacia la cruda Nueva York, es un sueño controlado, que se sigue manifestando sueño a pesar de que se presenten sucesivas oleadas de crisis.
Pero es que en Nueva York todos quieren ser de algún modo lacerados por algún vaivén financiero maligno. Parece esta la forma abnegada que tiene Nueva York de mostrarse siempre como el eden cultural de estilo de vida capitalista, ya que financieramente hace algún tiempo dejo de serlo. Es allí donde se revalida el propósito capitalista como modelo aparentemente “invencible” de sociedad, es la ciudad que válida a nivel global el modo de vida americano, y en momentos de crisis, y entre más aguda sea, es bastante más divertido vivir la ciudad. Se hace más íntima, más apasionante, más atractiva.
Tal vez eso sea, Nueva York se reproduce continuamente, se transforma libre y frenética como un Jazz acelerado hacia ninguna parte, siendo simplemente eso, un sueño común, como una obra de arte sencilla y a su vez magnifica, puesta como grafitti en una alcantarilla plagada de ratas, o en, ¿por qué no?, el museo de arte moderno con toda su parafernalia.
Que no se venga con el cuento prevenido a la hora de posar los pies sobre la tierra Yankee. Ya estando allá uno se da cuenta que no se trata de hombres, uno está entrando al mundo de los gatos y aprende su arte del ocioso desinterés. Llueve, truene o relampaguee, los innumerables gatos de Nueva York (infinitos como las ratas) se acicalan tranquilamente en sus camas de apartamento cálido, mientras en las calles el desenfreno no se acaba. Y los que mueren del frio afuera, aún conservan un festín de ratones durante toda la noche, resultando mejor alimentados por la peste que los gatos de “alta sociedad”. Del mismo modo vive el hombre la ciudad, obtiene el goce que ofrece una pintura gigante para cada cual.
Que no se diga que la gente es infeliz en las calles del Harlem negro o latino, donde por estos días suena aun más fuerte el Jazz y la Salsa, porque aún en la crisis se validan las mejores facetas de los pueblos. Que ningún izquierdoso celebre el fin del capitalismo, porque está muy lejos de morir, al menos en la gran ciudad.